Puente de piedra, de Narda o el verano

20/09/2010 3.502 Palabras

“Tienes que venir al pic-nic”, le había dicho, “ésa será como la prueba de fuego de tus sentimientos”. Ella no hubiera querido estar sola con él allí en el campo. Pero no podía negarse porque muchas veces, desde que se habían conocido, ella le había dicho: “Me gustaría estar sola contigo en un cuarto; ver cómo eres en la intimidad, cuando te sientas en un sillón y te pones a leer o a fumar”. Por eso el pic-nic era como una fórmula de transacción. La soledad, pero no la soledad sucia del consabido departamento equívoco, pequeño y abigarrado, con los inevitables carteles de París y de Picasso, el cuadro dizque abstracto, el tocadiscos, los cigarrillos resecos, los libros que no interesan y los muebles mal tapizados, sino una soledad abierta hacia las copas de los árboles y hacia las faldas de los montes en la mañana. “Será un encuentro en la naturaleza”, había dicho un poco para obligarla y un poco para que ella estuviera segura de sus buenas...

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